29 de noviembre
Viernes XXXIV
Dn 7, 2-14 Un anciano se sentó.
Su vestido era blanco, como la nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego. Un río de fuego brotaba ante él. Superas, señor, toda mi capacidad de verte, de comprenderte, de poseerte. Y sin embargo cada vez que se lo hicimos a uno de estos pequeños a ti te lo hacemos.
Véante mis ojos, Dulce Jesús bueno, véante mis ojos y muera yo luego.
Haz que de mis manos solo brote amor para que así sepa que estás cerca